Hace algunos años mi momento más terrorífico significaba la
hora del recreo durante la secundaria. Era un jovencito bueno e inteligente, tímido
y sensible, taciturno pero decisivo en el estudio. Así me había enseñado mi
madre. Hacía tareas kilométricas, sin internet (pues no existía), siempre en
búsqueda de ese extra que dejara la calificación de “10” muy corta. Era exitoso
en ello.
Tocaba la campana anunciando la hora, 10:30 am de lunes a
viernes. Instantáneamente chicas y chicos se lanzaban a la puerta
desaforadamente. Yo no. Hacía tiempo. Hubiera preferido quedarme ahí, sentado,
leyendo o tal vez dibujando. Pero era imposible, el profesor en turno me
invitaba a salir del salón pues debía permanecer cerrado. Una que otra vez me
permitieron quedarme allí, sabían que si algún alumno podía hacerlo sin riesgo
a ningún hurto o problema, sólo podía ser yo.
Pasaba esos minutos de infinita tristeza platicando con los
maestros, sentado en la biblioteca observando dibujos de dinosaurios, o simplemente
contemplando a los demás desde la tranquila lejanía de un primer piso. Desde ahí
miraba sonrisas que nunca volverían a ser, la inocencia conociendo la vida, los
ojos pispiretos descubriendo emociones y sensaciones, bosquejando toqueteos, realizando auténticas carreras, compartiendo
el lunch, hablando de los nacientes chismes. Lo que hacían todos era vivir, ¡simplemente
vivir como si no hubiera un mañana! como si ningún problema existiese.
No me malentiendan, yo quería estar ahí, después de todo también era un niño
adolescente, quería reír, hablar y compartir, quería querer y sentirme querido,
quería pertenecer, ser uno más, pero me había alejado tanto que simplemente no
sabía cómo hacerlo.
Qué triste era aquello. Cómo dolía aquello. Aún duele. Las
lágrimas brotan de mis ojos cuando escribo estas líneas.
Sufrí mucho por
aquellos días, tal vez eso explique un poco, sólo un poco, el por qué soy el
que soy ahora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario