Marzo: el mes en el que nacieron todas las flores ¡felicidades má!

viernes, 26 de octubre de 2012

Mi primer beso


Aquel día salimos tarde de mi casa como lo hacíamos cotidianamente. Mi hermana y yo llegábamos barriéndonos a la escuela antes de que sonara la campana que daba anuncio al cierre de puertas y con ello al señalamiento de los que sufrirían la marca de un retardo.



Recuerdo que llevaba apenas unos días con mi primera novia. No diré el nombre, pero podría describirla: cabello lacio negro al hombro, tez apiñonada, ojos pequeños ligeramente alargados, labios coronados por un sutil lunar terminaban el conjunto. Chaparrita, de curvas que indicaban a la mujer naciente dotada de movimientos sexy núbiles in crescendo ¡uy! Jajaja. Era una de las niñas más buscadas del salón, tal vez de la escuela entera. Seguro no habría sido mi novia si un día no me hubiera mandado un papelito que decía “¿quieres ser mi novio?”; aún no sé si fue por una broma o apuesta, si realmente le gustaba o le llamaba la atención, no era precisamente que fuera feo pero tampoco era el más galancillo, tal vez ella haya encontrado algo sexy o misterioso en el nerd del salón, algún día le preguntaré, lo cierto es que esa mujer fue la del inolvidable primer beso.



Como les decía, habíamos llegado de súbito a la escuela justo antes de dar comienzo la ceremonia cívica. Mi novia formada entre las filas de alumnos me mandó un guiño coqueto que hizo trastabillar mis rodillas.  A lo largo del día una sucesión de papelitos hizo que Vanessa, una amiga, Alejandro (mi mejor amigo), mi novia y yo, acordáramos vernos más tarde para salir. Eso era toda una aventura para mí en aquel lejano día de primero de secundaria.


No pude contener la emoción durante las clases, es muy probable que haya sido el único día en el que no aprendí nada de lo que los maestros intentaron enseñar. Al salir de las aulas me encaminé rápidamente a mi casa y les llamé a mis padres para solicitarles el permiso de ir a ver a mi amigo Alejandro. Moción concedida. Apenas habré comido esperando ansiosamente que el reloj marcara la hora de salir.

Llegué a casa de Alejandro enfundado en mi mejor atuendo (según yo), y después de los obligados saludos familiares nos encaminamos a la casa de Vanessa, que ahí era el punto de reunión.

Cuando llegamos mi novia ya se encontraba ahí, no recuerdo mucho excepto que estaba sentada en un sillón portando un pantalón de mezclilla púrpura. Cuando llegué me echó una de esas miradas lindas que aún ahora atesoro como íntimo recuerdo adolescente.

Rápidamente nos pusimos de acuerdo en que iríamos a un parque cercano, uno que se encuentra en Congreso de la Unión entre las estaciones de Canal del norte y Consulado. Nos enfilamos hacia allá e hicimos como hacían las parejitas de niños de aquellos tiempos, caminaron ellas por delante y nosotros por detrás, cada quien enfrascado en su plática.

Al llegar, mi novia me tomó de la mano y me llevó a una de especie de gradas de concreto. Mi corazón latía fuertemente y mis manos sudaban. Recuerdo su cara adolescente mirándome fijamente mientras me decía unas cuantas palabras que ahora escapan a mis recuerdos.

Entonces sucedió.

Se acercó a mí abriendo sus labios, yo también abrí los míos. Cerró los ojos. Yo no lo hice. Su lengua penetró decididamente en mi boca y comenzó a llevarla de un lado a otro. Al principio permanecí estático, sin mucha idea de lo que estaba ocurriendo o de lo que se esperaba de mí. No sé si regresé a la tierra segundos o minutos después, pero cuando lo hice comencé a corresponder batiendo mi lengua lo mejor que Dios me dio a entender. Mis ojos ya estaban cerrados. Recuerdo que apenas cerramos la boca, aquello fue un beso de esos en los que no hay respiros, en los que los labios son apenas accesorios porque la fuerza se centra en el roce de un par de lenguas furiosas. Sentí que aquellos minutos fueron eternos. La tarde menguaba en un atardecer brumoso; lo sé porque de vez en vez abría los ojos para verla mientras me besaba. Sobra decir que me encantó aquello, fue una sensación rara pero increíblemente placentera. Tal vez ha sido el besuqueo que más me ha gustado en toda la vida.

Nos dimos un beso largo y tendido. Sólo uno. Abrasador.

Cuando nos separamos ella se levantó para ir con los demás, Vanessa y Alejandro nos habían dejado solos, o al menos así lo creí, probablemente presenciaron todo aquello entre risas y cuchicheos.

Yo me levanté tambaleante. Mis rodillas temblaban. Me sentía borracho, aunque en aquel entonces no sabía qué era aquello. Se me había ido el alma en aquel beso. Es la única vez que he sentido mariposas en el estómago, una sensación de vacío acompañada de la vibración de pequeñas alas que revolotean causando escalofríos. Quienes alguna vez hayan besado así saben de lo que hablo.

Había oscurecido.

De regreso me sentía flotar, era un efecto onírico. Aún recuerdo cómo entre risas le contaba a Alejandro aquella indescriptible sensación mientras él en su papel de amigo conocedor asentía regresándome algunas palabras alegres.

No recuerdo más. La memoria se me va a negros. Básteles saber que después de aquel primer beso no he dejado de soñar con dar otro igual. No sé si alguna vez lo habré hecho.

   

jueves, 25 de octubre de 2012

La remembranza del receso


Hace algunos años mi momento más terrorífico significaba la hora del recreo durante la secundaria. Era un jovencito bueno e inteligente, tímido y sensible, taciturno pero decisivo en el estudio. Así me había enseñado mi madre. Hacía tareas kilométricas, sin internet (pues no existía), siempre en búsqueda de ese extra que dejara la calificación de “10” muy corta. Era exitoso en ello.

Tocaba la campana anunciando la hora, 10:30 am de lunes a viernes. Instantáneamente chicas y chicos se lanzaban a la puerta desaforadamente. Yo no. Hacía tiempo. Hubiera preferido quedarme ahí, sentado, leyendo o tal vez dibujando. Pero era imposible, el profesor en turno me invitaba a salir del salón pues debía permanecer cerrado. Una que otra vez me permitieron quedarme allí, sabían que si algún alumno podía hacerlo sin riesgo a ningún hurto o problema, sólo podía ser yo.

Pasaba esos minutos de infinita tristeza platicando con los maestros, sentado en la biblioteca observando dibujos de dinosaurios, o simplemente contemplando a los demás desde la tranquila lejanía de un primer piso. Desde ahí miraba sonrisas que nunca volverían a ser, la inocencia conociendo la vida, los ojos pispiretos descubriendo emociones y sensaciones, bosquejando toqueteos,  realizando auténticas carreras, compartiendo el lunch, hablando de los nacientes chismes. Lo que hacían todos era vivir, ¡simplemente vivir como si no hubiera un mañana! como si ningún problema existiese.

No me malentiendan, yo quería estar ahí, después de todo también era un niño adolescente, quería reír, hablar y compartir, quería querer y sentirme querido, quería pertenecer, ser uno más, pero me había alejado tanto que simplemente no sabía cómo hacerlo.

Qué triste era aquello. Cómo dolía aquello. Aún duele. Las lágrimas brotan de mis ojos cuando escribo estas líneas.

 Sufrí mucho por aquellos días, tal vez eso explique un poco, sólo un poco, el por qué soy el que soy ahora.

martes, 23 de octubre de 2012

No puedo ser malo


Por ahí alguien me dijo que lo que le faltaba a mi persona era ser malo. Lo intenté, de veras lo intenté. Tomé un envase de cerveza vacío y lo dejé caer en un cuarto de hotel con el afán de hacer un desmadre. No pasó nada, el casco cayó yerto, sin la íntima cualidad del cristal de romperse en múltiples e infinitos fragmentos. Rodó, como rueda mi cabeza cada vez que intento ser malo.

Después del after.


El jueves pasado fue mi cumpleaños y emprendí la gesta épica de realizar un festejo de cuatro días. Lo logré. No porque esto sea un gran logro, o tal vez sí, el año pasado me aventé una celebración de casi noventa días. No, no es un error. He llegado al punto en que después de tales eventos mi cerebro no logra carburar sino hasta dos o tres días más tarde.

Eso es una llamada de alerta.

Las últimas veces he tardado mucho en conciliar el sueño, siento como si me fuera a dar un derrame cerebral o algo, no sé cómo se sienta aquello, pero lo imagino. La verdad es que eso tal vez no sería tan malo. Después de todo si aún vivo quedaría inútil para cualquier pretensión humana, no tendría que satisfacer mujer alguna en mi vida y tampoco tendría que trabajar más, alguien tendría que ocuparse de mí y tal vez eso es lo único que me da miedo, fuera del dolor que debe significar quedar postrado en cama.

Por otro lado tal vez podría comenzar a leer, a pintar, a dibujar, disminuido claro, pero volvemos al mismo punto, sin la presión de realizar nada más, porque nadie esperaría más de mí. Entonces podría dar verdaderas sorpresas.

Lo que sí es que tengo que decidirme, si sigo así con festejos extremos no podrá llevarme a nada bueno en la cuestión física, soy tonto, pero no tanto. O lo dejo, o le sigo sabiendo las consecuencias.

Tal vez sólo estoy imaginando cosas.

Como dice un pasaje de las escrituras, Dios sólo acepta fríos o calientes y escupe a los tibios.

… Y siguiendo esa idea he vivido pleno, de eso pueden estar seguros. 

Verónica


Tal vez algún día...

Verónica
Por Darío Jurado

Verónica era la mujer más deseada de la colonia, no por sus largas y torneadas piernas, tampoco por sus grandes y firmes pechos, menos aún por sus magníficas nalgas. No. Verónica era así de deseada porque poseía el cabello azabache más increíble, sedoso y brillante que haya existido jamás.

Diariamente cientos de hombres asistían al desfile de tal prodigio, incapaces de articular palabra y llenos de miles de suspiros. Aquel cabello dejaba una fragancia indescriptible en su andar, siempre siguiendo la misma ruta, nunca deteniéndose en punto desconocido, invariablemente ganando un desdichado admirador perpetuo convertido en estatua viviente.  

No puedo hablarles más de tal milagro. Ya se acerca Verónica.