Aquel día salimos tarde de mi casa como lo hacíamos
cotidianamente. Mi hermana y yo llegábamos barriéndonos a la escuela antes de
que sonara la campana que daba anuncio al cierre de puertas y con ello al
señalamiento de los que sufrirían la marca de un retardo.
Recuerdo que llevaba apenas unos días con mi primera novia.
No diré el nombre, pero podría describirla: cabello lacio negro al hombro, tez
apiñonada, ojos pequeños ligeramente alargados, labios coronados por un sutil
lunar terminaban el conjunto. Chaparrita, de curvas que indicaban a la mujer
naciente dotada de movimientos sexy núbiles in crescendo ¡uy! Jajaja. Era una de las niñas
más buscadas del salón, tal vez de la escuela entera. Seguro no habría sido mi
novia si un día no me hubiera mandado un papelito que decía “¿quieres ser mi
novio?”; aún no sé si fue por una broma o apuesta, si realmente le gustaba o le
llamaba la atención, no era precisamente que fuera feo pero tampoco era el más galancillo, tal vez ella haya encontrado
algo sexy o misterioso en el nerd del salón, algún día le preguntaré, lo cierto es que esa mujer
fue la del inolvidable primer beso.
Como les decía, habíamos llegado de súbito a la escuela justo
antes de dar comienzo la ceremonia cívica. Mi novia formada entre las filas de
alumnos me mandó un guiño coqueto que hizo trastabillar mis rodillas. A lo largo del día una sucesión de papelitos hizo que Vanessa, una
amiga, Alejandro (mi mejor amigo), mi novia y yo, acordáramos vernos más tarde para salir. Eso era toda una aventura para mí en aquel lejano día de
primero de secundaria.
No pude contener la emoción durante las clases, es muy
probable que haya sido el único día en el que no aprendí nada
de lo que los maestros intentaron enseñar. Al salir de las aulas me encaminé
rápidamente a mi casa y les llamé a mis padres para solicitarles el permiso de
ir a ver a mi amigo Alejandro. Moción concedida. Apenas habré comido esperando
ansiosamente que el reloj marcara la hora de salir.
Llegué a casa de Alejandro enfundado en mi mejor atuendo
(según yo), y después de los obligados saludos familiares nos encaminamos a la
casa de Vanessa, que ahí era el punto de reunión.
Cuando llegamos mi novia ya se encontraba ahí, no recuerdo
mucho excepto que estaba sentada en un sillón portando un pantalón de mezclilla
púrpura. Cuando llegué me echó una de esas miradas lindas que aún ahora
atesoro como íntimo recuerdo adolescente.
Rápidamente nos pusimos de acuerdo en que iríamos a un
parque cercano, uno que se encuentra en Congreso de la Unión entre las
estaciones de Canal del norte y Consulado. Nos enfilamos hacia allá e hicimos
como hacían las parejitas de niños de aquellos tiempos, caminaron ellas por
delante y nosotros por detrás, cada quien enfrascado en su plática.
Al llegar, mi novia me tomó de la mano y me llevó a una de
especie de gradas de concreto. Mi corazón latía fuertemente y mis manos
sudaban. Recuerdo su cara adolescente mirándome fijamente mientras me decía
unas cuantas palabras que ahora escapan a mis recuerdos.
Entonces sucedió.
Se acercó a mí abriendo sus labios, yo también abrí los
míos. Cerró los ojos. Yo no lo hice. Su lengua penetró decididamente en mi boca
y comenzó a llevarla de un lado a otro. Al principio permanecí estático, sin
mucha idea de lo que estaba ocurriendo o de lo que se esperaba de mí. No sé si
regresé a la tierra segundos o minutos después, pero cuando lo hice comencé a
corresponder batiendo mi lengua lo mejor que Dios me dio a entender. Mis ojos
ya estaban cerrados. Recuerdo que apenas cerramos la boca, aquello fue un beso
de esos en los que no hay respiros, en los que los labios son apenas accesorios
porque la fuerza se centra en el roce de un par de lenguas furiosas. Sentí que aquellos
minutos fueron eternos. La tarde menguaba en un atardecer brumoso; lo
sé porque de vez en vez abría los ojos para verla mientras me besaba. Sobra
decir que me encantó aquello, fue una sensación rara pero increíblemente
placentera. Tal vez ha sido el besuqueo que más me ha gustado en toda la vida.
Nos dimos un beso largo y tendido. Sólo uno. Abrasador.
Cuando nos separamos ella se levantó para ir con los demás, Vanessa
y Alejandro nos habían dejado solos, o al menos así lo creí, probablemente
presenciaron todo aquello entre risas y cuchicheos.
Yo me levanté tambaleante. Mis rodillas temblaban. Me sentía
borracho, aunque en aquel entonces no sabía qué era aquello. Se me había ido el
alma en aquel beso. Es la única vez que he sentido mariposas en el estómago, una
sensación de vacío acompañada de la vibración de pequeñas alas que revolotean causando escalofríos. Quienes alguna vez hayan besado así saben de lo que
hablo.
Había oscurecido.
De regreso me sentía flotar, era un efecto onírico. Aún
recuerdo cómo entre risas le contaba a Alejandro aquella indescriptible
sensación mientras él en su papel de amigo conocedor asentía regresándome algunas palabras alegres.
No recuerdo más. La memoria se me va a negros. Básteles
saber que después de aquel primer beso no he dejado de soñar con dar otro igual.
No sé si alguna vez lo habré hecho.