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¿A poco no quedó de pelos?
Creo que hoy les comparto un cuento bonito, uno que habla del amor y su llegada que puede darse no sólo en cualquier momento, sino también en quien menos lo esperas (con un poco de suerte).
Cuento “Set up”
Por Darío Jurado
Marcy
había aceptado una cita a ciegas a pesar de todos sus prejuicios al respecto,
simplemente lo consideraba de losers, de gente fea que no puede conocer gente
bonita porque carece de los medios físicos para hacerlo.
Sus
amigas eran las más insistentes, nunca habían parado de ofrecer el presentarle
amigos, o primos, o hasta esposos de sus enemigas, pero ella siempre había contestado
con un rotundo “no” a cada una de sus
tentativas, y es que poseía la excusa perfecta, tan antigua como
efectiva, que siempre surte el efecto deseado en los coetáneos: “no ha llegado
el indicado”. El secreto, como ella bien sabía, radicaba en decirlo algunas
veces seria, otras enojada, y las más veces triste o sollozando para darle un
hálito de amargura que ahuyentara a la parvada de cupidos en trajes sastre.
Y es
que sí, todos los machos tenían algún defecto, unos calientes, otros demasiado
fríos, unos bajitos y otros altos, algunos gordos y los demás extremadamente
flacos, en fin, de ignorantes o cerebritos, de desempleados o empleados del
año, de patanes o peor aún, de la camada de los “excesivamente atentos”, ¡ay!,
si tan sólo hubiera uno que encerrara todas las cualidades en un solo cuerpo, no
se trataba de que fuese perfecto, nononononó, más bien que representara un
equilibrio, ya saben, justo como cuando un café está listo para beberse, ni muy
frío, ni muy caliente. Ahora sí que lo que Marcy quería era un “ni muy muy, ni
tan tan”.
Por
eso aceptó conocer a Penn Gwen, que según le informaban algunas de las
militantes de la parvada, era un espécimen de lujo; justo como el que ella
había estado tratando de hallar durante toda su vida.
Al
fin llegó el día.
Marcy
se arregló con bombo y platillo, bueno, no bastante, tampoco quería parecer una
solterona desesperada, ya saben, el adorno justo para mostrar buen gusto sin
parecer desorbitada de la moda.
Como
siempre Marcy llegó diez minutos tarde a la cita, el tiempo justo que debe
hacer esperar una señorita, esto por dos cosas, una, el no llegar antes que un
caballero porque no es de buen gusto, y dos, el no hacer esperar mucho, ya que
eso tampoco es de buenas maneras.
En
fin. Ahí estaba él. Ella lo miró sorprendida. No se equivoquen, no. Era bien
parecido, con una ternura intrínseca, de esas que te invitan a abrazar bien y
bonito. Iba muy limpio, impecable dirían algunos, todo enfundado en frac blanco
y negro, hasta podríamos haber dicho que parecía bañado en cera, no, en serio.
Sólo había un pequeño problemita: Penn Gwen no era precisamente un hombre, ya
no digamos un jovenazo o chicuelo, o bien un ruco o entrado en años, en ello no
habría existido tanto problema, él era, mmm, más bien unnn, mmm, un pingüino
pues.
Marcy
se frotó los ojos dos o tres veces, y aún se pellizcó el brazo para saber que
esto no era un sueño (o pesadilla), sin embargo no sucedió nada, no despertó,
Penn seguía esperándola y ella no tenía más que acercarse y saludar que de esto
hablamos cuando de educación y modales se trata.
Nerviosa
y desconcertada Marcy se acercó a la mesa en donde Penn Gwen aguardaba. Cuando él la miró le lanzó la mirada más tierna de los océanos al tiempo que se
presentaba besándole la mano, toda esta galantería la coronó arrimándole… la
silla, ¡eh!, no piensen mal, Penn Gwen era un caballero, al
menos tanto como puede llegar a ser a un pingüino.
Después
del shock que significó el descubrir que su cita era con un ave y pasados unos
cuantos minutos de relajación para asimilar el momento, Marcy se encontró
extrañamente excitada por aquel “personaje”, Penn Gwen no sólo era encantador,
también era inteligente y divertidísimo, galante y misterioso, una suerte de
James Bond en frac emplumado con conversación amplísima que demostraba una vasta
cultura versada en el conocimiento de los siete mares. Total
que él era lo que le habían dicho y mucho más: el hombre perfecto sobre la
tierra, o bueno, el pingüino.
Marcy
y Penn Gwen empezaron a salir más, así, naturalmente, como deben darse las
relaciones, sin apuros, sin arrojos, sin tropiezos, sin la constante pregunta de
¿qué sigue? simplemente porque no importa lo que se halle adelante cuando se
sabe que será fantástico.
Los
círculos allegados a Marcy crecieron en risas y conversaciones,
era tiempo de amor del que edifica, si alguna vez se construyó exitosamente una
babel del amor, de esto estamos hablando. Todo
marchaba sobre ruedas, gente que lo conocía, gente que quedaba prendida de
aquella personalidad marítima; aún las amigas más criticonas de Marcy le decían
lo maravilloso que era y cuán bien se veían juntos. La
única preocupación que acaecía sobre ella era que extrañamente nadie le hacía
comentarios sobre lo evidente, es decir ¡obvio! ¿no? su pareja era un pingüino.
Así
pasaron semanas y meses, hasta llegar a un par de años. Marcy se había
enamorado, era feliz y no tuvo más respuesta que un “sí” a la propuesta de
matrimonio que su flamante novio le hizo en globo aerostático.
Todos
sus amigos se pusieron eufóricos al saber la noticia de aquella preciosa unión,
al parecer era de común acuerdo que esa era la boda del año ¡qué del año, de
la década! habían nacido el uno para el
otro.
Dentro
de toda la bonanza de amor había un puntito negro, ya saben, el negrito en el
arroz, el cisne feo en la familia de patos, el Jar Jar Binks de Star Wars, el dirigente que no atina a nombrar tres libros, la
diminuta sombra de duda que comienza a hacerse más grande en el desierto del
cerebro destinado a las grandes incertidumbres.
El
punto era que Marcy no sabía si podría compartir el resto de su vida con un
pingüino, y es que en su casa siempre la habían repetido hasta el cansancio que
una niña bien sale del hogar sólo en el caso de estar segura de no volver, o
sea que se salía con la advertencia de antes mortaja que sufrir la deshonra de
regresar con rebaja.
Así pasaron los días hasta que llegó la boda. Marcy estaba hecha un manojo de nervios, le temblaba
todo, por aquí y por allá, todo por la inquietud ¡eh!, no crean, porque sea lo
que sea, Marcy estaba tonificada a morir por el montón de ejercicio que
realizaba cotidianamente. Curiosamente le encantaba nadar.
Los gritos de emoción y desparpajo de su
madre, las damas de honor, así como de madrinas, primas, tías, sobrinas y
cuanta fémina cupo en el cuarto de la novia, no significaban para Marcy sino un hervidero de emociones encontradas, o sea, no crean que tenía dudas
de su amor, ¡no!, para nada, adoraba a su prometido, claro, era un pingüino, pero
digo, no por nada soportaba su tremenda fragancia de pescado; el problema era esa temblorina sin control que seguramente provoca el miedo a desposar
a un ave, no que ustedes o yo lo sepamos.
Tal
vez lo que más le desconcertaba a Marcy eran los nulos comentarios al respecto de las particularidades de su futuro marido: ¡cómo te vas a casar con un pingüino!, ¡qué no
ves cómo huele! y ¡cómo carajos se van a acomodar en la noche de bodas! Todas
exclamaciones con una premisa muy válida y de peso, algo que extrañamente había
estado ausente desde que se sentó en aquella mesa con el amor de su vida.
Marcy
andaba dándole rienda suelta a aquellos pensamientos cuando despertó de su
ensimismamiento al escuchar el “sí” que Penn Gwen había proferido en el altar.
Había transcurrido media boda y ella ni en cuenta. Era su turno de contestar. Los labios resecos del sacerdote enunciaron el
arcaico pregón de “Marcy, ¿aceptas a Penn Gwen como tu esposo, y juras amarlo,
respetarlo y serle fiel todos los días de tu vida hasta que la muerte los
separe?
Marcy
lo supo en ese instante, en una forma rara, ¿sí me entienden?, no como cuando
pasa la vida frente a tus ojos, sino como cuando en un solo instante obtienes
la lucidez de toda una vida, ojo, que no es lo mismo.
Era
claro que el mundo estaba lleno de hombres nefastos, y tal vez, sólo tal vez, ella
también era un pingüino.