El retrato
Por Darío Jurado
Mis
días como pintor terminaron cuando no conseguí retratar a ese raro niño gordo.
Diariamente me visitaba en mi estudio con el fin de posar para que yo
finalizara el cuadro en el que quedaría inmortalizado.
Los
problemas no radicaron en su madre que diligentemente lo acompañó durante las
decenas de visitas, ni tampoco en su padre, que ofreció pagarme el doble y
hasta el triple de lo originalmente pactado con tal de que mi famosa firma quedara
estampada en un retrato digno de mostrar a familiares y vecinos. Fue un
problema enteramente mío, mientras más me esforzaba, más lejanas veía las
formas de aquel niño.
Me
obsesioné, llegó el momento en que miraba aquella imagen en espejos, cubiertos
de plata y recovecos.
Mi talento empezó a menguar.
Poco
después abandoné los pinceles, mi estudio cayó en desgracia, nadie estaba
interesado en adquirir cuadros de un pintor que no pudiera llevar a cabo un
simple retrato. Los pocos amigos que me visitaban dejaron de hacerlo en los
años subsecuentes, ya sea por olvido, cerrazón o la propia muerte.
Fue
un día lejano ya en mi vejez cuando me enteré por un periódico que habían capturado a aquel niño
ya vuelto hombre. Era un caso
escandaloso, terrorífico, todos hablaban de él. Resulta que su rollizo cuerpo
no había sido modelado exclusivamente por la ingestión de pastelillos y
golosinas, sino por un curioso apetito que él mismo admitió haber adquirido
desde sus años más juveniles.
Me
sorprendió de muerte el ver la foto de su primera víctima, corrí hacia el
cuarto donde guardaba aquel desgarrador retrato, el mismo que tanto me esforcé
en arreglar. Retiré tembloroso las sábanas polvosas que cubrían el lienzo, sin
duda era el mismo. Sus vívidos ojos tristes me hablaron del terror de haber sido
devorado vivo.
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