No sé por qué dejé pasar tanto tiempo para hacer esta
publicación, bueno sí lo sé, cuando uno DEBE hacer algo es necesario reposar la
idea, y cuando uno esté listo, dejar todo lo demás para cocinarla. Así que eso
mismo haré el día de hoy.
Si estás leyendo esto muy probablemente sabes que el viaje
que realicé al mundial de futbol en Brasil se convirtió en mucho más que eso: en una
experiencia de vida, en algo irrepetible e inolvidable, en una transformación evolutiva.
Crecí enormidades y conocí a personas fantásticas, ni en mi mejor sueño podría
haber anticipado lo que el destino me tenía preparado. Tal vez lo mejor de todo
es que mis sentidos y mi capacidad de intuición se afinaron bastante, y ese es
el tema de este post, permítanme contárselos con una pequeña narración:
Hace algunos días comí con mi mamá muy cerca de la torre
latino en el centro histórico de la ciudad de México y tenía la urgencia de ir
a comprar unos lentes porque los míos los perdí en el viaje. Tenía dos
opciones, la fácil, tomar el metro San Juan de Letrán y llegar mucho más rápido
a mi destino, o la inusual, caminar tres kilómetros hasta la calle de Liverpool
en la colonia Juárez. No sabía muy bien por qué, pero mi intuición me indicaba
que la opción correcta era caminar, y eso hice.
Durante el trayecto observé las nubes negras sobre mí y anticipé
que llovería, así que reconsideré mi decisión, ¿qué era mejor? ¿Comprar un
boleto de metro y evitar la lluvia o comprar un paraguas y seguir caminando?
Una vez más hice caso a mi intuición y continué el camino que previamente había
elegido. No mucho tiempo después comenzó a llover y sonreí por primera vez.
Un par de kilómetros más adelante noté que se detuvo un
carro, de él descendió un viejito que apenas podía sostenerse en pie, me llamó
mucho la atención que el conductor no bajara para ayudarlo viendo sus
dificultades, así que me apresuré a ofrecerle mi paraguas para guarecerlo de la
lluvia. Cuando me vio, me dio las gracias y me solicitó que lo auxiliara un
momento más porque tenía miedo de caerse. Así lo hice. Bajó del automóvil y
para mi sorpresa bajaron tras de él tres mujeres de mediana edad, me pregunté por
qué ninguna de ellas se había acomedido a ayudarlo. Apenas salieron del coche entendí
por qué, todas huyeron despavoridas buscando dónde guarecerse dejando al
viejito conmigo, obviamente decidí quedarme con él para apoyarlo en el camino hacia
el techo más cercano que lo cubriera del agua. El trayecto duró unos pocos
minutos, en los cuales me enteré que tenía ciento y cuatro años. Entonces
sucedió, de pronto me ofreció una moneda antigua a cambio de cinco pesos. Después
de buscar en su gabardina esto fue lo que me extendió.
De momento no accedí, diciéndole que no era necesario que
tuviera ese gesto conmigo, pero él insistió bastante, añadiendo que si yo
quería me podía dar otra para darle a mi novia (como si tuviera una jaja),
madre o a quien yo decidiera. En eso estábamos cuando al fin llegamos al
mercado en donde lo esperaba una de las mujeres; el viejito sacó otra moneda y
me la ofreció, así que saqué diez pesos para obtener ambas piezas.
Le di las gracias y retomé mi camino con una gran sonrisa en
el rostro. La intuición de la que les hablé no me había fallado: ese día tenía
que caminar, tenía que llover, tenía que comprar el paraguas, y después tenía
que tener la sensibilidad de ayudar a alguien con el fin de obtener ese grato
recuerdo representado en las dos monedas. Pero mi mente no paró ahí, de pronto
me pegó como un rayo, lo cierto es que lo importante en sí no era el dinero,
sino el personaje que acababa de conocer, piénsenlo un poco, ¿qué persona anda
por ahí cargando monedas antiguas a cambio de cinco pesos? ¿Cuál es su vida?
¿Cuál es su historia? Agradecí la iluminación y corrí en dirección del mercado
para intentar encontrarlo y descubrir la respuesta a mis preguntas.
Para no hacerles el cuento más largo, para mi buena suerte pude
encontrarlo en uno de los puestos de comida. Me presenté y le ofrecí un café o
lo que él quisiera con el fin de saber quién era y cuál era su historia. El viejito me respondió con una frase sin igual –yo sólo quiero que
seas feliz-, al decir eso, sabía que no estaba frente a una persona común y
corriente. Amablemente aceptó la invitación pero para otro día, aduciendo que
las personas que iban con él le estaban esperando. Me dijo que podía llamarle a
cualquier hora, así fueran las once de la noche o las cuatro de la mañana, sacó
una tarjeta de presentación y me la extendió junto con otras dos monedas.
Agregó que no me las regalaba porque de este modo perdían su
valor. Sobra decir que no demoré en buscar diez pesos más y extendérselos
mientras le ofrecía un fuerte apretón de manos. Acto seguido emprendí nuevamente
el camino, con la diferencia que esta vez tenía una frase de vida, dos monedas
más, su nombre, teléfono y una sonrisa aún más grande.
¿Qué valor tienen las monedas? ¿Quién es este personaje? ¿Qué
pasó en nuestro siguiente encuentro? Eso es tema de otro post igual o más
interesante que este. El punto no es ese, sino el liberar tu intuición de las
trabas diarias a los que nos sujetan las prisas, los compromisos con la
televisión o las concepciones programadas que son imperativas en tu rutina.
Si lo haces, tal vez te encuentres con mucho más que
monedas. A mí me costó un viaje a Brasil entenderlo, idealmente a ti mucho
menos, ¿entendiste el mensaje? Entonces, ¿qué esperas para liberar tu intuición
el día de hoy?
Eso es el “efecto Brasil”.
Claro que entendí: si llegas a ser un viejito de 104, siempre carga contigo monedas viejas
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